Por: Carolina Contreras
Me fascina la transformación que está atravesando la Tierra. Cada día renacen técnicas de sanación antiguas y creamos nuevas formas de aplicarlas, formas que corresponden al momento que estamos viviendo.
La resurrección de los métodos ancestrales de sanación es un fenómeno que nos recuerda verdades esenciales que tantas veces se nos olvidan. Nos recuerda que la resurrección, la transmutación y la regeneración son pilares de la historia de la vida. Nos muestra que las mujeres hemos sido las sanadoras de la humanidad y que ahora estamos experimentando las consecuencias de que se nos haya excluido, desde la Edad Media, de las facultades de medicina patriarcales.
Además, nos quemaron y torturaron porque no podían competir con nuestra sabiduría sanadora intrínseca. Podían dominarnos a partir de la fuerza bruta y allí desplegaron todos sus talentos. Respaldaron sus acciones en la idea que se ha defendido desde Aristóteles, esa idea que afirma que las mujeres somos un hombre imperfecto, una idea trastornada que nos sigue metiendo en innumerables problemas.
La perfección es un concepto carcelero. Nos atrapa, nos restringe, nos inhibe y nos aleja de lo que queremos. La perfección tiene un halo positivo que oculta su propósito castrador.
Entender lo femenino y lo masculino como cualidades perfectas o imperfectas es un error; lo femenino y lo masculino son dos polaridades que habitan en cada ser humano.
Si lo pensamos detenidamente, las mujeres hemos sido, mucho más que los hombres, las sanadoras de este planeta.
Kay Gardner escribió: “En su condición de madre, la mujer ha sido sanadora desde los comienzos de la humanidad. Como <<productora de vida>>, la mujer ha sabido pronunciar palabras misteriosas, entonar cánticos mágicos, aplicar toques sanadores, visualizar imágenes y utilizar plantas y gemas para tratar el desequilibrio de la enfermedad”(1).
Tuvo que implementarse una persecución del calibre de La Santísima Inquisición para poder sacarnos oficialmente del campo de la sanación. Aún así, solo pudieron expulsarnos de la esfera legal.
Durante el siglo XX, y especialmente a partir de la década de los 60, las mujeres empezamos a resurgir de la clandestinidad y a reclamar nuestro lugar ancestral como sanadoras de primera linea y canalizadoras de las diversas prácticas curativas.
Hoy, en pleno siglo XXI, se sigue librando una espantosa guerra médica. La diferencia es que ahora no es contra las mujeres sino contra todas las formas de vida, incluyendo la humanidad.
El siglo XXI es el siglo de la resurrección de Artemisa: la diosa, la planta y la alquimista. La Artemisa transformará la historia de la sanación y de la medicina. Ha retornado el arquetipo. Ha llegado su momento.
Artemisa diosa de los límites, la transmutación y la regeneración no podía ser nombrada como mujer en la mitología griega porque “lo divino” tenía una cualidad netamente masculina. En la época arcaica la concepción de Dios era un reflejo de la idea del hombre. Por eso, aunque la fisonomía de Artemisa es femenina, son sus cualidades masculinas las que siempre se exaltan: su habilidad para alcanzar sus metas, su arco certero que siempre da en el blanco, su espíritu indomable, su completitud, su concentración implacable y su dominio sobre las fieras salvajes.
En Grecia, Artemisa es la diosa de los “otros”, esto es, de todos aquellos que entran en la categoría de lo diferente: el extranjero, el joven o la mujer, ya que todos ellos se oponen al hombre pleno: el ciudadano adulto (2).
Dado que en la mitología griega lo masculino y lo divino se equiparaban a la unidad, lo femenino se percibía como algo fragmentado y, cuando se hablaba de “lo divino” en femenino, se aludía siempre al plural: las Moiras, las Nereidas, las Cárites.
Esta pluralidad sobre lo femenino fue lo que permitió que se unificaran tres diosas diferentes: Artemisa, Hécate y Diana, y que se convirtieran en una sola.
A Hécate se le atribuye la invención de la hechicería y sus mitos la vinculan con Eetes y Medea, la familia de los magos más prestigiosos. Posteriormente se reconocería a Circe como su hija. La especialidad de Hécate son la magia y los hechizos y se asocia con la loba, la perra y la yegua, porque está ligada al mundo de las sombras. Las estatuas de Hécate suelen mostrar una mujer con triple cuerpo o con triple cabeza, para recordar las tres caras visibles de la luna.
Escribe Antonio Escohotado: “La hechicera (striga) clásica es alguien que <<ejerce un oficio, necesita dinero y conocimiento de causa, sobre todo>>. Constituye un personaje urbano, perfectamente conocido ya en la Roma arcaica. (…) Trabaja la cosmética femenina, así como filtros relacionados con el amor carnal en términos amplios, elabora productos que causen pasión erótica y también otros capaces de suscitar el aborrecimiento, un aborto de hijos indeseados, etc. Aunque compendie operaciones abominables para el buen cristiano, debe ser una persona inteligente y hábil, con mucho mundo, como La Celestina. Sus servicios son demandados por todas las clases sociales, y especialmente por los ricos”(3).
En contraste con la hechicera clásica, tan intemporal como la cortesana, en la alta Edad Media empieza a surgir una bruja rural distinta. También está ligada a los fármacos, pero además de emplearlos para crear remedios, pócimas y cosméticos, los usa para crear ungüentos que inducen vuelos mágicos típicos del chamanismo.
Diana es la versión romana de Artemisa y desde el siglo VI a.c. se asocian la una a la otra, gracias a las colonias griegas de la Italia Meridional. El templo más famoso de Diana estaba en Aricia y allá era conocida como Diana nemorensis —la Diana de los bosques— y su carácter primitivo era el de una “divinidad de la naturaleza en sus manifestaciones más indómitas y feroces”(4).
Estas manifestaciones feroces tienen que ver con el arquetipo de una mujer rebelde, osada y seductora, una mujer psíquica, bruja y chamana que representa a una mujer emancipada y, por lo mismo, perseguida.
La bruja es la que sigue a una virgen viril —Diana— porque no representaba la virginidad femenina anhelada y custodiada por el hombre, sino una virginidad libre, que sin duda puede relacionarse con un erotismo sensual y peligroso, que nos recuerda a Lilith. Así, durante el Renacimiento, se relaciona a la mujer en su aspecto más liminar, marginal y salvaje esto es, como bruja, con Diana.
Esta bruja es una mujer que desarrolla actitudes totalmente contrarias a las propias de su sexo, que está asociada con brebajes y filtros mágicos y tiene relaciones sexuales por placer. En esta figura tenemos una mujer que se sale de los límites que el hombre creó para ella, porque trasciende los cánones permitidos y se “masculiniza”.
Los hombres repugnaban a las brujas, esos “engéndros” masculino-femeninos, que no acataban las virtudes y funciones propias de su sexo: castidad, silencio, piedad, obediencia al marido y crianza de los hijos.
Según el Malleus Maleficarum —El martillo de las brujas—, las mujeres tienden más a la brujería porque son crédulas, falsas, débiles, tontas, apasionadas y lujuriosas, todo ello debido a su falta de raciocinio. La palabra maléfica es un sustantivo exclusivamente femenino (5).
Con estas bases tan bondadosas, científicas e innegables se justificó una de las cacerías más despiadadas en la historia del planeta. Durante varios siglos gobernó abierta y descaradamente La Santísima Inquisición.
Una nota al pie en el ensayo de Enrique Bonavides resume el asunto magistralmente:
“En la persecución de la bruja, como figura asociada con la Diana salvaje, confluye el resentimiento de la medicina docta y masculina frente a otra popular, femenina y por tanto rival; ejemplo de ello es la contraposición en el aspecto médico entre Esculapio y Circe, es decir, la medicina oficial por un lado y por el otro la empírica, no casualmente representadas, una por un hombre docto, y la otra por una mujer de aspecto humilde”.
(Circe es la hija de Hécate y en otros mitos y fuentes aparece como una figura magnética, equilibrada y atrayente, capaz de develar secretos ocultos e inconfesables, capaz de hacer surgir lo mejor en los que la rodean. Pero esa no es la historia.)
Si queremos avanzar como especie, necesitamos trascender el resentimiento entre la medicina masculina y la femenina. Este resentimiento puede superarse.
Integrando la historia mitológica y de persecución que cuento en este escrito con los últimos años de mi vida, puedo ver que en los estudios científicos propios de una ciencia masculina, basada en datos y hechos verificables, hay información muy valiosa que ayuda a profundizar en la comprensión de los efectos de la Artemisa. Es espectacular lo que he visto por ahí. Me ha ayudado a conectar los efectos que tiene a través de varios sistemas fisiológicos. He inferido diversos modos de uso. He tenido muy buenos resultados.
Toda mi investigación científica le ha dado un marco de análisis contundente a mi intuición y a mi experiencia y ha ampliado mis habilidades de observación empírica.
Cuando logramos integrar lo masculino y lo femenino —la ciencia de los datos con la intuición y la experiencia— y lo cocinamos en nuestro sistema energético, es cuando se produce la alquimia.
La sanación es un arte femenino. Para convertirnos en sanadoras/es necesitamos conectarnos con nuestras energías femeninas. Necesitamos aprender a escuchar atentamente al corazón, que susurra como intuición y es la voz más importante.
Necesitamos sentir y reconocer lo que sentimos. Nuestras sensaciones nos transmiten mensajes invaluables. Como Artemisa, conectan el inconsciente con la conciencia. Necesitamos pulir y agrandar nuestro lenguaje, para describir precisamente las emociones y sentimientos que nos recorren y así comprender los mensajes que nos transmiten.
Artemisa rige los umbrales, conecta lo civilizado y lo salvaje, lo luminoso y lo sombrío, lo esotérico y lo científico.
Artemisa es el puente que reconcilia lo masculino y lo femenino. Ella sabe cómo hacerlo. Ella integra los dos arquetipos. Nos muestra que no son rivales, más bien, funcionan mejor como amigos.
Artemisa es la diosa del conocimiento pagano, de los rebeldes, los diferentes y los excluidos. Es la diosa de la caza y de la luna, de animales y territorios salvajes, del ojo en el blanco. Es la planta de las que no se amoldan. De las que crean su propio camino.
Aquí estamos. Ya volvimos. Resurgimos de la mano de Artemisa de las cenizas de los infinitos secretos para reclamar el lugar que nos corresponde, para hacer que nuestra vida tenga el mayor potencial del sentido, para amar y sentir y cuidar y luchar y restaurar y explorar y descubrir y aprender, para destruir lo inservible y resucitar nuestros dones invisibles.
Estamos porque existimos. Y existimos para vivir. Estamos vivas y estamos aquí, compartiendo lo que hemos aprendido después de incontables procesos de transmutación, en los que hemos sabido descomponer y dar vida a importantísimas lecciones de regeneración. Lo hemos hecho de la mano de Artemisa. Llegó y revolucionó nuestra vida. Es una planta alquimista.
La Artemisa es el umbral a la esfera de lo desconocido y oculto y al espacio de la fantasía. Invitémosla a nuestra vida. Si la queremos, si la invocamos, ella nos ofrece todo lo que tiene para darnos. Ella puede transformar lo imposible en lo posible.
Artemisa numinosa, Artemisa alquímica.
La Artemisa es VerdeBendita.
(1) Stein, Diana, Mujeres que curan, Nueva Era, Ediciones Martinez Roca S.A.S, Barcelona, 1992, p.11.
(2) Bonavides Mateos, Enrique, “Artemisa/Diana o el enigma de los límites”; En: Acta Poética 17, primavera de 1996, p. 216.
(3) Escohotado, Antonio, Historia de las drogas, pp. 247 y 248.
(4) Bonavides, p.220.
(5) Bonavides, Nota al pie 23, p. 220.
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Mucha historia resumida magistralmente! No nos queda más que la victoria de la mano de Artemisa = VerdeBendita
No sabes la alegría que me da ver este comentario. Muchos comentarios sobre mis artículos a lo largo de los años pero es la primera vez que lo haces en una publicación. Que sea en este me lo tomo como el mejor augurio. Te amo papá.